lunes, 7 de noviembre de 2011

Enfrentado a un blanco cuadro, a un submanirino estremecimiento.
Coartadas. Cortadas, punzadas.
Diáfanos y mortecinos placeres. 
¿Dejar de repetir tantas veces qué se puede?
Una práctica solución, un fácil escape,
una razón más que válida.
Sin preámbulos , sin avisos, invisible
aparece siempre cuando lo contrario te convencía.


Frente a la muralla que nunca se ha ido.
Frente a la intolerable impotencia.
Todos sabía que estaba alli y yo
con magulladas y frígidas manos
intentaba, con suerte, 
quitarle polvorientos suspiros,
añejos recuerdos y pasiones,
de alquitrán embellecidos.

Relata la historia oceánicas voces,
profusas invitaciones, infinitas indiferencias.
Del vaivén incesante de olas gastado,
pulido por sales marinas y en roca tallado,
tallado por la eternidad.

Sin impulso, sin curso.
Empujado por una etérea alevosía
que me atrevería a fingir inventada, 
sin alguna importancia.
Pero ahí crece y se mantiene
el pérfido y agobiante murmullo.
Como el niño que le dice adiós 
a la madre que le abandona
sin poder hablarle, sin poder expresarse,
la ve alejarse, y con sus ojos de incólume dulzura
vislumbra que el oscuro futuro
no puede ser del todo oscuro.

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